OLIGARQUIA Y PARAMITARISMO SIEMPRE JUNTOS
OLIGARQUIA Y PARAMITARISMO SIEMPRE JUNTOS
La última semana de septiembre los medios de comunicación y analistas políticos pusieron el grito en el cielo y dieron como primicia que el paramilitarismo se tomó el país,como si fuera la gran chiva del año y el despejede un misterio guardado celosamente.
Ese monstruo que desangra al pueblo colombiano diariamente es bien conocido por todos, desde las dos últimas décadas.
La denuncia fue silenciada rápidamente. Los paramilitares amenazaron de muerte a varios periodistas por decir lo que debían callar y romper el silencio que habían guardado durante largos años. El gobierno, a su vez desvirtuó la noticia con premura cómplice, para bajarle calor a la presión que se estaba creciendo, contraria a sus amigos carnales.
Y eso que lo dicho apenas bordea los ribetes de lo permitido, sin tocar el fondo del problema, ni descorrer el velo de familias honorables y fortunas que posan de santas, siendo que están salpicadas de sangre y lágrimas de colombianos despojados de la vida y los bienes, en distintos momentos históricos.
Remontando los primeros días de la independencia, caudillos militares, comerciantes y terratenientes armaron grupos paramilitares para imponer y defender sus intereses y consolidar la estructura de poder en desarrollo que reemplazó la colonial, en ocho guerras civiles y medio centenar de alzamientos armados, durante el siglo XIX.
Funesta herencia conservada por una oligarquía avara y sin escrúpulos que ha contado para sus fechorías con el aval de su Estado.
Durante el siglo pasado los señores de la tierra y gamonales apoyados por autoridades locales y paramilitares a sueldo impusieron su ley a base de despojos, terror y crímenes atroces.
En las primeras décadas ahogaron en sangre la lucha de los recolectores de café en las haciendas cafeteras, de los obreros del petróleo y del banano; obstruyeron el intento de justicia con los aparceros en la ley 200 de 1936; destruyeron resguardos, comunidades indígenas y afro colombianas, y las despojaron convirtiendo las tierras ancestrales en hatos ganaderos, ingenios azucareros y haciendas cafeteras.
Los Castro y Araujo despojaron a los Aruhacos, Kogis, Kankuamos, Chimilas y Yucos de las tierras planas de los departamentos del Cesar y el Magdalena y los arrinconaron en los altos picos de la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá. Los Guerra Tulena, De La Espriella, García, Marteloy Botero, robaron las tierras de los Sinúes en las sabanas de Córdoba, Sucre y centro de Bolívar y condenaron a sus verdaderos dueños a trabajar como peones de finca en finca. Los Mosquera, López, Arboleda; los Eder, Lloreda y Caicedo robaron a Paeces, Guambianos, Coconucos y afro colombianos, las tierras comunitarias de las llanuras del Cauca y el Valle del Cauca.
En la década del cincuenta el régimen franquista del carnicero Laureano Gómez organizó, armó y extendió grupos paramilitares a todo el país, de la mano de la policía y del Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC), con el lema de defender la religión, eliminar el peligro comunista y los filocomunistas del partido liberal.
En nombre del corazón de Jesúsy el unanimismo fueron asesinados cerca de trescientos mil campesinos y miles y miles más fueron desarraigados de sus tierras. Los predios cambiaron de dueño en virtud del crimen, el despojo y la impunidad.
Políticos, terratenientes y paramilitares responsables de esos crímenes atroces en ese entonces, hoy aparecen como familias riquísimas con apellidos honorables.
En la década del sesenta surgió otro tipo de paramilitarismo patrocinado por el gobierno de los Estados Unidos e inspirado en la política de Seguridad Nacional.
La misión que llegó al país en 1961 dirigida por el general Yarbourough, orientó crear las milicias campesinas, diseñadas como apéndice de las fuerzas militares e instrumento civil para contrarrestar el surgimiento de guerrillas revolucionarias en el campo.
Puerto Boyacá y San Juan Bosco de La Verde, en el Magdalena Medio, Saisa en Urabá y otras comunidades fueron involucradas en el conflicto interno, a partir de esa directiva.
Este paramilitarismo, ligado a terratenientes y enclaves petroleros, alternó tareas como informantes del ejército y ejecutores de operaciones encubiertas de guerra sucia. En los años setenta destruyeron el movimiento campesino y asesinaron un número considerable de líderes que luchaban por la reforma agraria, bajo la consigna de la tierra para el que la trabaja. Fueron asesinados Gustavo Mejía en el Cauca y Sinforoso Navarro en Risaralda, entre muchos otros.
En la década del setenta surgió el tipo de paramilitarismo actual, al servicio del narcotráfico. Este en poco tiempo tomó fuerza, se volvió aliado del Estado y absorbió los grupos constituidos por el ejército.
Con el boom de la marihuana en el mercado internacional se multiplicaron los cultivos y se organizó el negocio de las drogas de mano de terratenientes, comerciantes y contrabandistas en la costa Atlántica, principalmente. Los nuevos ricos hicieron valer su ley y poder valiéndose de grupos de matones a sueldo.
Este es el origen del paramilitarismo de Hernán Giraldo, Chepe Barrera, y los hermanos Macías en el Magdalena, y de las fortunas de los Char, Dávila, Restrepo, Pupos y otras familias de Santa Marta, Barranquilla, Valledupar y la Guajira.
Posteriormente, con el auge de la cocaína surgieron los poderosos carteles de la droga de Medellín y Cali, quienes acumularon una fortuna inmensa, montaron una costosa infraestructura delictiva y organizaron tenebrosos ejércitos privados que les aseguraron zonas de seguridad, rutas de exportación y les barrió los enemigos del camino.
A fuerza de intimidación y dinero penetraron el Estado y se abrieron cómodos espacios en la vida económica, política y social del país.
Mandos de la policía, el ejército y la fiscalía entraron a la contabilidad de los capos y el dinero de éstos eligió presidentes y congresistas. Y lo que faltaba, las fuerzas militares sellaron alianzas con los jefes del narcotráfico para involucrarlos en los planes contrainsurgentes, con tareas de guerra sucia.
Cuando entró en desgracia el cartel de Medellín y se convirtió en propósito principal de la política oficial eliminar a Pablo Escobar, se concertó una nueva alianza entre los narcos enemigos de Escobar y el gobierno de César Gaviria, la DEA y la Fiscalía. Carlos Castaño, Adolfo Paz y otros narcotraficantes integrantes del tenebroso grupo de los PEPES (Perseguidos de Pablo Escobar) ganaron reconocimiento por su papel cumplido en la destrucción del cartel y les indultaron las penas pendientes.
La alianza con el sector de Castaño, Mancuso y Adolfo Paz se fortaleció con la vinculación de éstos en el plan contrainsurgente diseñado por la cúpula militar para acabar con la guerrilla, bajo el lema acuñado por el general paramilitar Harold Bedoya: Colombia sin guerrillas en el siglo XXI.
Amparados en la estrategia contrainsurgente, apoyados por la fuerza pública, por gremios económicos y dueños de una economía incalculable, a estos narcotraficantes les quedó fácil multiplicar e implantar grupos paramilitares en casi toda la geografía del país, en menos de diez años. A fuerza de crímenes atroces, terror y cascadas de dinero desarraigaron a más de tres millones de campesinos y se adueñaron del cincuenta por ciento de las mejores tierras del país.
De esta ofensiva no se escaparon terratenientes, empresarios ni políticos que a pesar de ser sus amigos, les quitaron tierras y bienes o los obligaron a vender a menos precio, y a otros marginarse de la política. Los casos más resaltantes están en los departamentos de la costa atlántica, (Córdoba, Sucre, Magdalena y Cesar) donde la clase política tradicional fue reemplazada por los amigos de Castaño, Mancuso y Jorge 40.
Con la fuerza pública a su favor, el control de regiones, de rutas de exportación y la telaraña de negocios desarrollados libremente, les quedó fácil inundarel mercado internacional de droga e irrumpir en la vida política del país con candidatos propios. El gobierno conoce perfectamente esta realidad pero de manera cómplice aparenta ignorar la existencia de este Estado paralelo.
La guerrilla no fue arrasada, ni debilitada estratégicamente, como lo soñaron los estrategas del mercado de la droga, de la guerra y de la muerte. Del plan salieron favorecidos los narcoparamilitares aliados del gobierno que se enriquecieron descomunalmente y acumularon mucho poder en poco tiempo.
El fracaso de ese plan contrainsurgente, el desbordamiento de la criminalidad del monstruo amamantado por el Estado incapaz de controlarlo, el rechazo nacional e internacional a los crímenes atroces y el negocio del narcotráfico, convirtieron a los paramilitares en aliado incómodo, del que necesita zafarse el gobierno.
Uribe Vélez, a diferencia de los gobiernos anteriores que se negaron a darles reconocimiento político, anda tejiendo tramoyas a espaldas del país en una negociación que busca, entre otras cosas, apartar esa carga siniestra y maloliente, sin distanciarlos como socios políticos, ni maltratarlos para que callen los secretos y oculten los hilos de la tragedia y la crisis humanitaria que vive el país.
¿Qué se negocia en Santa Fe de Ralito? Lo que se puede negociar con narcotraficantes, bandidos y criminales, como los llamó el embajador gringo de Bogotá: reclaman que no los extraditen, les borren los crímenes de lesa humanidad, les legalicen la economía, les reconozcan títulos de las tierras robadas o adquiridas bajo presión y los habiliten como políticos.
Van tras un pacto de perdón y cuenta nueva, similar al firmado en 1957 que dejó en la impunidad los crímenes atroces, en el olvido los trescientos mil colombianos asesinados en la violencia del cincuenta y los verdugos lavados en las aguas purificadoras del Frente Nacional.
Hacia la impunidad lleva Uribe las negociaciones de Ralito, interesado en echarle tierra a los crímenes atroces y resolver favorablemente la situación a los paramilitares afectos y puntales fuertes en su reelección como presidente.
En esta ocasión no puede repetirse la historia permitiendo que los crímenes atroces, las masacres y los asesinatos cobardes, el robo y despojo de los campesinos se reduzcan a insumos de crónicas, registros de cifras aproximadasy fotografías de ruinas, dolor y muerte engalerías.
La conciencia de la Nación nopuede permitir que mochacabezas y descuartizadores, futbolistas que juegan pelota con la cabeza de las víctimas y pirómanos que queman casas, destruyen cultivosy expulsan acampesinos de sus predios se conviertan, en virtud de un pacto infame, en prósperos empresarios e importantes políticos de mañana.
El país debe conocer la verdad, que se esclarezcan los crímenes y salga a flote la estructura de guerra sucia que campea en las instituciones del Estado impunemente; que se haga justicia, se descorra el velo y los responsables de la tragedia colombiana respondan por los crímenes; que se repare a las víctimas, se restablezca el tejido social y les regresen las tierras robadas a los tres millones de desarraigados.
Que el país sepa quiénes están tras el monstruo que devora al movimiento social, quiénes hacen los planes y orientan los asesinatos selectivos de los líderes sociales y las terribles masacres.
Esclarecer la verdad y recuperar la memoria histórica, hacer justicia y reparar las víctimas, debe ponerse al centro en Santa Fe de Ralito.
La última semana de septiembre los medios de comunicación y analistas políticos pusieron el grito en el cielo y dieron como primicia que el paramilitarismo se tomó el país,como si fuera la gran chiva del año y el despejede un misterio guardado celosamente.
Ese monstruo que desangra al pueblo colombiano diariamente es bien conocido por todos, desde las dos últimas décadas.
La denuncia fue silenciada rápidamente. Los paramilitares amenazaron de muerte a varios periodistas por decir lo que debían callar y romper el silencio que habían guardado durante largos años. El gobierno, a su vez desvirtuó la noticia con premura cómplice, para bajarle calor a la presión que se estaba creciendo, contraria a sus amigos carnales.
Y eso que lo dicho apenas bordea los ribetes de lo permitido, sin tocar el fondo del problema, ni descorrer el velo de familias honorables y fortunas que posan de santas, siendo que están salpicadas de sangre y lágrimas de colombianos despojados de la vida y los bienes, en distintos momentos históricos.
Remontando los primeros días de la independencia, caudillos militares, comerciantes y terratenientes armaron grupos paramilitares para imponer y defender sus intereses y consolidar la estructura de poder en desarrollo que reemplazó la colonial, en ocho guerras civiles y medio centenar de alzamientos armados, durante el siglo XIX.
Funesta herencia conservada por una oligarquía avara y sin escrúpulos que ha contado para sus fechorías con el aval de su Estado.
Durante el siglo pasado los señores de la tierra y gamonales apoyados por autoridades locales y paramilitares a sueldo impusieron su ley a base de despojos, terror y crímenes atroces.
En las primeras décadas ahogaron en sangre la lucha de los recolectores de café en las haciendas cafeteras, de los obreros del petróleo y del banano; obstruyeron el intento de justicia con los aparceros en la ley 200 de 1936; destruyeron resguardos, comunidades indígenas y afro colombianas, y las despojaron convirtiendo las tierras ancestrales en hatos ganaderos, ingenios azucareros y haciendas cafeteras.
Los Castro y Araujo despojaron a los Aruhacos, Kogis, Kankuamos, Chimilas y Yucos de las tierras planas de los departamentos del Cesar y el Magdalena y los arrinconaron en los altos picos de la Sierra Nevada de Santa Marta y la Serranía del Perijá. Los Guerra Tulena, De La Espriella, García, Marteloy Botero, robaron las tierras de los Sinúes en las sabanas de Córdoba, Sucre y centro de Bolívar y condenaron a sus verdaderos dueños a trabajar como peones de finca en finca. Los Mosquera, López, Arboleda; los Eder, Lloreda y Caicedo robaron a Paeces, Guambianos, Coconucos y afro colombianos, las tierras comunitarias de las llanuras del Cauca y el Valle del Cauca.
En la década del cincuenta el régimen franquista del carnicero Laureano Gómez organizó, armó y extendió grupos paramilitares a todo el país, de la mano de la policía y del Servicio de Inteligencia Colombiano (SIC), con el lema de defender la religión, eliminar el peligro comunista y los filocomunistas del partido liberal.
En nombre del corazón de Jesúsy el unanimismo fueron asesinados cerca de trescientos mil campesinos y miles y miles más fueron desarraigados de sus tierras. Los predios cambiaron de dueño en virtud del crimen, el despojo y la impunidad.
Políticos, terratenientes y paramilitares responsables de esos crímenes atroces en ese entonces, hoy aparecen como familias riquísimas con apellidos honorables.
En la década del sesenta surgió otro tipo de paramilitarismo patrocinado por el gobierno de los Estados Unidos e inspirado en la política de Seguridad Nacional.
La misión que llegó al país en 1961 dirigida por el general Yarbourough, orientó crear las milicias campesinas, diseñadas como apéndice de las fuerzas militares e instrumento civil para contrarrestar el surgimiento de guerrillas revolucionarias en el campo.
Puerto Boyacá y San Juan Bosco de La Verde, en el Magdalena Medio, Saisa en Urabá y otras comunidades fueron involucradas en el conflicto interno, a partir de esa directiva.
Este paramilitarismo, ligado a terratenientes y enclaves petroleros, alternó tareas como informantes del ejército y ejecutores de operaciones encubiertas de guerra sucia. En los años setenta destruyeron el movimiento campesino y asesinaron un número considerable de líderes que luchaban por la reforma agraria, bajo la consigna de la tierra para el que la trabaja. Fueron asesinados Gustavo Mejía en el Cauca y Sinforoso Navarro en Risaralda, entre muchos otros.
En la década del setenta surgió el tipo de paramilitarismo actual, al servicio del narcotráfico. Este en poco tiempo tomó fuerza, se volvió aliado del Estado y absorbió los grupos constituidos por el ejército.
Con el boom de la marihuana en el mercado internacional se multiplicaron los cultivos y se organizó el negocio de las drogas de mano de terratenientes, comerciantes y contrabandistas en la costa Atlántica, principalmente. Los nuevos ricos hicieron valer su ley y poder valiéndose de grupos de matones a sueldo.
Este es el origen del paramilitarismo de Hernán Giraldo, Chepe Barrera, y los hermanos Macías en el Magdalena, y de las fortunas de los Char, Dávila, Restrepo, Pupos y otras familias de Santa Marta, Barranquilla, Valledupar y la Guajira.
Posteriormente, con el auge de la cocaína surgieron los poderosos carteles de la droga de Medellín y Cali, quienes acumularon una fortuna inmensa, montaron una costosa infraestructura delictiva y organizaron tenebrosos ejércitos privados que les aseguraron zonas de seguridad, rutas de exportación y les barrió los enemigos del camino.
A fuerza de intimidación y dinero penetraron el Estado y se abrieron cómodos espacios en la vida económica, política y social del país.
Mandos de la policía, el ejército y la fiscalía entraron a la contabilidad de los capos y el dinero de éstos eligió presidentes y congresistas. Y lo que faltaba, las fuerzas militares sellaron alianzas con los jefes del narcotráfico para involucrarlos en los planes contrainsurgentes, con tareas de guerra sucia.
Cuando entró en desgracia el cartel de Medellín y se convirtió en propósito principal de la política oficial eliminar a Pablo Escobar, se concertó una nueva alianza entre los narcos enemigos de Escobar y el gobierno de César Gaviria, la DEA y la Fiscalía. Carlos Castaño, Adolfo Paz y otros narcotraficantes integrantes del tenebroso grupo de los PEPES (Perseguidos de Pablo Escobar) ganaron reconocimiento por su papel cumplido en la destrucción del cartel y les indultaron las penas pendientes.
La alianza con el sector de Castaño, Mancuso y Adolfo Paz se fortaleció con la vinculación de éstos en el plan contrainsurgente diseñado por la cúpula militar para acabar con la guerrilla, bajo el lema acuñado por el general paramilitar Harold Bedoya: Colombia sin guerrillas en el siglo XXI.
Amparados en la estrategia contrainsurgente, apoyados por la fuerza pública, por gremios económicos y dueños de una economía incalculable, a estos narcotraficantes les quedó fácil multiplicar e implantar grupos paramilitares en casi toda la geografía del país, en menos de diez años. A fuerza de crímenes atroces, terror y cascadas de dinero desarraigaron a más de tres millones de campesinos y se adueñaron del cincuenta por ciento de las mejores tierras del país.
De esta ofensiva no se escaparon terratenientes, empresarios ni políticos que a pesar de ser sus amigos, les quitaron tierras y bienes o los obligaron a vender a menos precio, y a otros marginarse de la política. Los casos más resaltantes están en los departamentos de la costa atlántica, (Córdoba, Sucre, Magdalena y Cesar) donde la clase política tradicional fue reemplazada por los amigos de Castaño, Mancuso y Jorge 40.
Con la fuerza pública a su favor, el control de regiones, de rutas de exportación y la telaraña de negocios desarrollados libremente, les quedó fácil inundarel mercado internacional de droga e irrumpir en la vida política del país con candidatos propios. El gobierno conoce perfectamente esta realidad pero de manera cómplice aparenta ignorar la existencia de este Estado paralelo.
La guerrilla no fue arrasada, ni debilitada estratégicamente, como lo soñaron los estrategas del mercado de la droga, de la guerra y de la muerte. Del plan salieron favorecidos los narcoparamilitares aliados del gobierno que se enriquecieron descomunalmente y acumularon mucho poder en poco tiempo.
El fracaso de ese plan contrainsurgente, el desbordamiento de la criminalidad del monstruo amamantado por el Estado incapaz de controlarlo, el rechazo nacional e internacional a los crímenes atroces y el negocio del narcotráfico, convirtieron a los paramilitares en aliado incómodo, del que necesita zafarse el gobierno.
Uribe Vélez, a diferencia de los gobiernos anteriores que se negaron a darles reconocimiento político, anda tejiendo tramoyas a espaldas del país en una negociación que busca, entre otras cosas, apartar esa carga siniestra y maloliente, sin distanciarlos como socios políticos, ni maltratarlos para que callen los secretos y oculten los hilos de la tragedia y la crisis humanitaria que vive el país.
¿Qué se negocia en Santa Fe de Ralito? Lo que se puede negociar con narcotraficantes, bandidos y criminales, como los llamó el embajador gringo de Bogotá: reclaman que no los extraditen, les borren los crímenes de lesa humanidad, les legalicen la economía, les reconozcan títulos de las tierras robadas o adquiridas bajo presión y los habiliten como políticos.
Van tras un pacto de perdón y cuenta nueva, similar al firmado en 1957 que dejó en la impunidad los crímenes atroces, en el olvido los trescientos mil colombianos asesinados en la violencia del cincuenta y los verdugos lavados en las aguas purificadoras del Frente Nacional.
Hacia la impunidad lleva Uribe las negociaciones de Ralito, interesado en echarle tierra a los crímenes atroces y resolver favorablemente la situación a los paramilitares afectos y puntales fuertes en su reelección como presidente.
En esta ocasión no puede repetirse la historia permitiendo que los crímenes atroces, las masacres y los asesinatos cobardes, el robo y despojo de los campesinos se reduzcan a insumos de crónicas, registros de cifras aproximadasy fotografías de ruinas, dolor y muerte engalerías.
La conciencia de la Nación nopuede permitir que mochacabezas y descuartizadores, futbolistas que juegan pelota con la cabeza de las víctimas y pirómanos que queman casas, destruyen cultivosy expulsan acampesinos de sus predios se conviertan, en virtud de un pacto infame, en prósperos empresarios e importantes políticos de mañana.
El país debe conocer la verdad, que se esclarezcan los crímenes y salga a flote la estructura de guerra sucia que campea en las instituciones del Estado impunemente; que se haga justicia, se descorra el velo y los responsables de la tragedia colombiana respondan por los crímenes; que se repare a las víctimas, se restablezca el tejido social y les regresen las tierras robadas a los tres millones de desarraigados.
Que el país sepa quiénes están tras el monstruo que devora al movimiento social, quiénes hacen los planes y orientan los asesinatos selectivos de los líderes sociales y las terribles masacres.
Esclarecer la verdad y recuperar la memoria histórica, hacer justicia y reparar las víctimas, debe ponerse al centro en Santa Fe de Ralito.
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