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En un día cualquiera. Acerca del movimiento de protesta del 11 de setiembre.

En un día cualquiera Acerca del movimiento de protesta del 11 de setiembre
15-08-04

Definitivamente era un sábado cualquiera. Los matutinos hacían una leve mención a lo que se avecinaba. No era el prolijo análisis histórico de las causas del golpe, pues esa noticia no vendía. Lo que si se vendía era el lánguido y a la vez eufórico comentario de todos los sectores pronunciándose en contra del vandalismo que se hacía parte en estas ocasiones.

No vacilé en salir ese día al centro de la ciudad. Ni siquiera me costó en dirigir el rumbo para presenciar lo de todos los años. El día era tan especial, como dijo Elisa, pero no pude dejar de emitir un leve gruñido a su optimismo. Sí era muy especial, tan especial que los sentidos se nos agrandan, el pecho se hace más fuerte, nuestras articulaciones responden con sagacidad y atacan a uno más del otro bando.

Caminando en medio de la Alameda una chica en bibicleta agitaba una pancarta gritando: justicia, no a la impunidad. Mira la gueona está loca, respondió el verde funcionario aparejado. Parece que las disputas no se acaban. Ni siquiera para los imparciales.

Es cierto, la marcha es un juego que tiende a ser concebido como folclórico, hay incluso turistas. En las calles adyacentes se vivía como si nada. Como todos los días. Sólo los que asistíamos al festín nos inquietabamos, nos perseguíamos. Parece que la gallada autoritaria la supo hacer. Todos quedamos correteados, y de paso nos chingamos para reivindicar suavemente a la tonta historia. ¡Qué están haciendo vándalos!. Qué falta de respeto con las víctimas. ¡Yo no reivindico a la burguesía de la UP!. ¡Vienen a hacer puro desorden!. ¡El pueblo unido avanza sin partido!.

Al pasar por la puerta homenajeada, un par de banderilleros hacía de custodio de dicho intersticio. Mantenía supervigilada las coronas de flores y rechazaba cualquier ademán de desacato contra el objeto puerta. Al parecer, ellos fueron los que convocaron, y quizá a ellos les pertenece. Le pertenece conmemorarlo a esa parte del pueblo: a las víctimas. Nosotros somos las víctimas. Ellos torturaron, mataron y desaparecieron. ¿No es lindo este sentido común?. Hablamos de muerte como recurso retórico y casi axiomático. Sirve para fundar el espacio de colores en este día cualquiera.
Los colores de ese mar de gente era múltiple. Un crisol que iba más allá del rojo desteñido. Había un montón de voces, de caminares, de estéticas en transformación. De formas de concebir la calle como una avenida expresiva. El 11 no es de un solo sector. El 11 es para sacar la rabia. Y somos muchos los que la tenemos. Es para gritarles a la ciudadela fortificada del poder de turno que las cosas no son las cosas que ellos dicen. Son la duda y el esceptiscismo práctico al orden impuesto. Al orden cansado y vestido con camisa italiana comprada en el exilio y luego en vacaciones.

El papel cortado de ahorro y tinta barata. Era el mensaje de protesta y de imagen marginal. Cada uno le da el sentido al 11. El teatro estaba agitado por las iras del populacho. Las cámaras continuaban registrando los avatares de la lúdica procesión al parque de los muertos. ¡Esto no es nada como en dictadura!. Dijo un antiguo militante redimido de su promesa. En esa, los vidrios de una Administradora de Fondos de Pensiones estallaron alegremente. El público encendió con una carcajada de luz la siniestra fonda administradora. Los pasillos del trabajo ajetreado, se volvía un enrejado por donde se contenía a las ovejas descarriadas de la granja chilena con olor a ajo. Los santos custodios arrancaban con la mano en la pistola, sacrificando su hombría inventada al ver una corrida de singulares meteoritos. La casa de la policía era asaltada por la turba premunida con inocentes armas. Los acorazados samurais huian.

La calle Morandé era una fiesta con varios ambientes. Una, donde las lágrimas se hacían impotencia. Los de atrás le daban contenido al llanto, embadurnándolo de consignas proletarias. Los que seguían estaban que se sumaban o no a la fiesta de atrás. La miserable fiesta del frenesí, del trayecto curvo de guijarros, de momento dificil y feliz, ese de levantarse por lo menos un día a hacer y ser desorden la rutina. Y quedaba atrás la bandita que celosamente reprendía a la muchachada traviesa.

Al decantarnos al Mapocho, como afluyente en riesgo de perderse, nos esparcimos en la frontera para adornar de látigos y desenfrenos el puente. Los carromatos hidratantes lanzaban el agua química, y se llenaba de humo encebollado. Todo era lágrima. A veces pienso que la policía lanza bombas lacrimógenas para que no destiñan con los de adelante que lloran en la procesión.

El desfile hizo un giro por la rivera norte. La feria saludaba con la cara del peón arrastrado. Los guardias privados resollaban en alaridos para atrapar a algún vándalo que invadía este 11 heroico. ¡En vez de estar ahí vayan a trabajar!, porque el huaso ladino del Tata se robó y repartió toda la plata a su corte de ladrones.

Los santos arrancaban perseguidos por los endiciochados arlequines. El tumulto era grande. Era catarsis carnavalera. Nuestro alimento era el espasmo disuasivo de la poli. Una esquina de tugurio y comida rápida era adornada con gruesas guirnaldas. La violencia era una promesa. No eran el deporte de los cuicos flaites que se divierten en sus autos y se hacen pebre al chocar. Era la respuesta del patrono de las almas en pena. Un día cualquiera, un día cualquiera en que los transeúntes ocupan el lugar de las máquinas viajantes y reviven la violencia heredada y la vuelven un festival de cuerpos agitados. Quizá una gasto inutil para un pragmático y amargado zurdo. Pero un festín para aquellos a quienes nunca invitan a la fiesta. Los colados. Los que no van a llorar y a pedir justicia. Si no que la viven sus cuerpos desaparecidos y vueltos a la vida en juventud y arrogancia. En cuerpos con nombres.

El escupo en el piso mojado. Las caras y miradas que al ser registradas por los "informadores", reían, cubiertas, grises, desconocidas. La bandera con su estrella solitaria también era quemada. A matar al padre que nunca se fio de nosotros. Al que dejó a la vieja sola con su cachá de hijos. La felicidad, la tranquilidad no existe en sus ojos. Si por ellos fuera, el trago de amor que se vive en el parque público de los muertos, es calle, es piedra, es grito.
El 11 no es de quien convoca. Mientras el corporativismo oligárquico se ufana en su club privado. El 11 es de quien quiera ser carne viva, no muerta ni desaparecida. El 11 es para violentar, para que los duendes salgan y le arrebaten al NeoDesarrollo sus promesas en un día cualquiera.

La noche se avecina. La viejas gritan en su hogar húmedo. La policía respira en la sombra. La niñez rie en los pasillos. Mientras los violentos se paran en la esquina como en un día cualquiera.

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